distopía

Borja Riverola

Un sudor frío me hiela mientras salgo del sueño como quien huye sin tiempo a recoger su equipaje. Respiro entrecortadamente, me incorporo y palpo a ciegas la pared contigua, hasta que doy con el interruptor. Me quedo unos segundos encorvado sobre la colcha, recordando dónde estoy y dónde ya no. Pienso en lo que Freud me enseñó acerca de entender los sueños a través del pasado, y no del futuro, y consigo arrancarle toda su fuerza a la pesadilla. Miro al techo, hoy más bajo que las placas de chapa y uralita que me han protegido de la lluvia durante las últimas semanas. Cierro los ojos sin llegar a tumbarme y los últimos días se proyectan a velocidad de vértigo. Mi mente se esfuerza en tricotar un manto con dos ovillos: un hilo de ansiedad, tristeza y decepción, y otro más suave a base de familia, hogar y tranquilidad. Me cubro con él y logro conciliar el sueño unas horas más. Me levanto temprano y leo la prensa de Uganda. Acaban de ordenar el cierre de todas las fronteras, incluido el aeropuerto de Entebbe. Respiro hondo, consciente de cuán distinto habría sido mi confinamiento si hubiera decidido parapetarme tras mi plan inicial, y le pido a un Dios en el que no creo que no permita que una pandemia vuelva a cebarse con los de siempre. Quizás haya algo de justicia poética en todo lo que está pasando. Quizás queramos correr a refugiarnos en países menos afectados y nos encontremos con las vallas que nosotros mismos levantamos antaño. Quizás tengan la oportunidad de devolvernos la misma falta de humanidad con la que siempre les respondimos.

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