Miércoles 25, día doce
Montse Trias
Estoy sorprendida de mi capacidad de adaptación, de mi autodisciplina, de lo que me tranquiliza la puta rutina.
Acudo puntual a mi cita deportiva instagramera, sigue siendo una de las actividades placenteras del día. Esas pocas cosas que no han cambiado.
Me miro en el espejo tras lavarme las manos por quinceava vez, son las diez de la mañana y me parece que llevo una vida sin salir. Como si lo extraño fuese haber salido.
Reviso compulsivamente el saldo de la cuenta corriente. Constato con alegría que desde el día 14 sólo hemos gastado cien euros. No quiero pensar en la hipoteca. Ni en la visa de cuándo sí salíamos, que pagaremos a fin de mes. Ni en la factura de la luz (porque no escatimo, menos la plancha que no la toco, los electrodomésticos en casa van a full). Ni en el colegio del pequeño. Vuelvo a mirar el saldo, y menos mal que sólo hemos gastado cien euros.
Mal trabajo, todo lo que puede mal trabajar una que comercializa juntas para ventanas en estado de alarma. Me siento, la ventana del despacho está asquerosa, me levanto, la limpio. Me siento, mando un mail. Reviso la cuenta del banco. Me acuerdo que tengo ropa en la secadora, me levanto.
Mi ánimo es una montaña rusa, paso en cuestión de minutos, de lo suertuda que soy con mis tres en el encierro, a son tres trogloditas egoístas, y en cuanto me suelten no me volvéis a ver el pelo.
Por fin sale el sol. Corro al balcón de dos por dos, mi hijo se me ha adelantado. Me hago un hueco y aprovecho para acariciarle el tupé. Dejo que el sol me caliente cara y ánimo. Mi jazmín, ajeno al coronavirus, está a punto de darme una alegría. Me reconcilio con la vida.
Y así todo el día.