Espacio personal
Eva Millet
Me llaman Molly y soy una gata, gris y gorda. Gordísima, de hecho. Fui ágil y esbelta pero comí tan poco cuando fui abandonada que, cuando me adoptaron me juré, como Escarlata O’Hara, que nunca más volvería a pasar hambre.
Y, efectivamente, no he vuelto a pasar hambre. Ni penurias. Vivo en una casa donde como, duermo, me acarician, vuelvo a comer, salgo un ratito al jardín a observar el vacío, entro, vuelo a comer, bebo un poco, me estiro en el sofá, ronroneo y duermo.
Mi vida es sencilla, sí, pero a mí me parece fantástica. No deseo nada más. Bueno, sí, una cosa: más espacio personal. No me lo había planteado antes pero es que, últimamente, las dinámicas aquí son un poco raras. La familia con la que vivo ha cambiado sus hábitos: están mucho en casa. Demasiado.
No salen, vaya. Y si lo hacen, se van de uno en uno y por poquísimo rato. La mayoría del tiempo lo pasan en mi sala, en mi cocina, mis dormitorios, mi estudio y mi pequeño jardín. Pegados al teléfono o al ordenador, viendo la tele, escuchando la radio, hojeando un ¡Hola! pasado o leyendo un tocho de Stephen King. Cocinando, ordenando, aplaudiendo desde la ventana, limpiando baños y cocina y pasando el horrendo aspirador. Haciendo gimnasia en la sala o estirándose en la cama para suspirar, en voz alta,: «¿Cuándo acabará esto?»
Eso mismo me pregunto yo: ¡¿Cuándo acabará esto?!