De desusos, sobreusos y nuevos usos

Anna Serrat

El otro día pensaba en objetos y prendas a los que este encierro ha vuelto inútiles, aunque sea de forma temporal:

· La plancha, que permanece erguida y fría en la estantería del cuartito de la lavadora, criando polvo hasta el glorioso día en que aparezca quien de verdad la sabe manejar.

· Mis sujetadores. Ya desde el primer día decidí que con mi confinamiento era más que suficiente y que no iba a darles el mismo trato a mis pechitos, de qué moreno: cuelgan libremente y reciben el suave masaje ahora de la silla, ahora del sofá, ahora del parquet, etc. Free the nipple 24/7.

· Los bocanroll, que dormitan en el cajón y de vez en cuando reclaman con un hilillo de voz: ¡Yo de fuet! ¡Yo de jamón!, ¡Filadelfia para mí!

· Mi cinturón. Que digo yo que al chándal, con la goma elástica, le basta y le sobra. Y añado: a este pobre, al paso que vamos, lo voy a jubilar directamente, o me lo pondré de pulserita.

· Mi perfume de té verde, que espera arrogante y ofendido en el armario del lavabo (le cuesta aceptar que para el confinamiento prefiero rociarme con la colonia Denenes de mi marido).

En cambio, debo decir que mis manos han adquirido muchas habilidades adicionales o las han sobredesarrollado (al margen de las dedicadas a las tareas del hogar, que no quiero que tengan ningún protagonismo en este escrito): aplaudir como posesas cada día a las 20h, untar con una gruesa y regular capa de Nocilla superficies tan complicadas como una magdalena, o capturar puntos de luz entre tanta oscuridad.

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