Máscara y gafas

Borja Sitjà

Tres días de confinamiento. Miro los víveres, falta leche, huevos, pan y otras cosas. Tengo que salir. Me pertrecho: anorak, guantes de látex y, si, una máscara profesional que mi mujer había comprado hace un año para hacer bricolaje utilizando alguna una substancia peligrosa. Me equipo pues, y salgo. La calle vacía. Tomo la dirección de la tienda y a penas recorridos 50 metros, el horror! La máscara y las gafas no son compatibles, las gafas se empañan totalmente y no veo absolutamente nada. Me subo las gafas a la frente y constato que es peor, que no veo un carajo, pero el super no está lejos, es un trayecto atávico y, como puedo, llego. Allí me doy cuenta que las gafas siguen empañadas. Intento limpiarlas echando mano de la camisa, pero llevo el anorak. Tres tipos de leche, seis de jamón, un pimiento y, sin gafas, un tomate son iguales. Sin embargo, dejando de lado mi autoestima y mi orgullo, pido ayuda a una señora que ni lleva máscara ni nada, o si no me acerco mucho a los productos y acabo comprando lo necesario.
Salgo y me dirijo a la panadería con mucho cuidado para no romperme la crisma contra un árbol o una farola y morir, no por el virus como todo el mundo, sino de un leñazo por no ver nada al protegerme y proteger a mi prójimo. La panadera no se limita a darme la baguette que le pido, me pide que la escoja entre unas 35, cosa que de hecho hago cada día, y le suelto un: “la que usted quiera” que ella interpreta como un gesto de amabilidad y confianza pero que no es sino el fruto de la más terrible impotencia e invalidez que se pueda imaginar. Vuelvo a casa, muy poco a poco, y al quitarme el “equipo” me doy cuenta de lo complicada que va a ser nuestra vida durante las próximas semanas. No he vuelto a salir.