Ahogados

Carola Bedós

Ya hemos pasado antes gripes y pandemias. Nosotros no, nuestros ancestros. Los botes de farmacia y las antiguos bandos municipales lo atestiguan. Tenemos memoria familiar de eso. Después de la penosa retahíla de normas y limitaciones añadidas que nos son impuestas, y que cumplimos obedientes, logramos superar el trance. Como humanidad sin mayúscula, así a pelo, gente sin más.
Pero durante y después, vives con la congoja de la pérdida. La pérdida de vidas, la pérdida de alguien que te importa, con nombres y apellidos. La idea de que ese alguien desaparezca en el mar hospitalario, que no veas dónde está, o qué le pasa, que lo pierdas de vista y que ese perder sea para siempre, sin ni siquiera poder despedirte. Jamás. ¡Qué crueldad! La persona abruptamente alejada de su gente, asfixiada, insertada por un plástico, rodeada de ese plástico tan necesario ahora, blanco, azul, verde, amarillo, harta de pitidos, cables, sensores, borrado todo su existir cotidiano, arrastrado súbitamente por una tormenta immunológica, adiós, enterrada sola. O a lo peor, retenida en la cola de incineración durante dos años porque los servicios funerarios no dan abasto.
Y tú, mientras tanto, confinada (femenino inclusivo), en casa, con cara de mema, sin saber si ir o venir, si rezar, si olvidar o llorar, detrás de los cristales y pendiente del pico. Fuera, la primavera sigue su curso natural, ajena a nosotros. Los días, las noches y las lunas seguirán sucediéndose. Inexorables. Pero ahora ya solo podrás salir si tu móvil te autoriza. Por el miedo te han quitado la Libertad, con Nocturnidad y Alevosía. Bip-bip!

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