Ocurrió al quinto día
Lídia Penelo
Ocurrió al quinto día, cuando ya no tuve más remedio que salir para ti-rar la basura y comprar algo de fruta y verdura fresca. Eran algo más de las 18h, cuando cambié el pantalón del pijama por unas mallas y me calcé unas deportivas viejas (las iba a tirar de todos modos, así que las elegí para ser las caminadoras oficiales en los tiempos del maldito vi-rus).
Al pisar la calle, me noté revolucionada, con ganas de arrancar a correr o marcarme unos pasos de las clases de zumba que llevaba practi-cando desde que empezó el confinamiento (vivir sola concede ciertos lujos: dispones del salón entero, del rincón más cómodo del sofá, y no tienes que protagonizar debates sobre qué serie mirar).
Crucé la calle sin importarme de qué color estaba el muñeco del semá-foro, y me planté con decisión delante del contenedor. Y allí estaba un hombre cargado de bolsas y despachando sus residuos con diligencia.
Mantuve la distancia de seguridad mientras él terminaba, yo no llevaba mascarilla, ni guantes, pero él llevaba el equipo completo. Había algo en aquel hombre que me resultaba familiar… Al terminar, se giró hacia mí y balbuceó un atropellado “ya estoy”, a lo que solo puede responder un balbuceado “¿qué tal?”. Me respondió con un seco “bien, cuídate” y se largó dando zancadas. Tiré mi bolsa y volví a casa dispuesta a dis-frutar del sofá que había compartido durante casi 8 años con aquel hombre al que me había costado reconocer.