Gatita
Rosa Vergés
Maribel llegó a la casa de su hija con una pequeña maleta, su cuaderno y los pinceles. Acababan de decretar el estado de alarma y el confinamiento y su hija no iba a permitirle quedarse sola y aislada en aquella situación. Ella no comprendía esa preocupación repentina, desde que enviudó vivía feliz colgada en su nido del cuarto piso de un edificio antiguo, sin ascensor pero convencida de que el ejercicio que hacía a diario, subir y bajar escaleras, la mantenía en forma a sus casi noventa años. Su hija Lucía, tozuda como su padre, la amenazó con que no podría pisar la calle y le dejarían la comida en la puerta como si estuviera presa. Lucía la instaló en la antigua habitación de los niños que habían emprendido sus propias vidas fuera de casa. El mayor vivía en el mundo digital donde teletrabajaba, decían, y estaba a punto de darle el título de bisabuela; el pequeño estudiaba en el extranjero. Se fijó en el cuadrito que colgaba de la pared enfrente de la cama: el retrato de la boda de Lucía que ella misma pintó sobre una fotografía. Esa escena en blanco y negro de los novios al salir de la iglesia la recubrió de pintura de vivos colores; la parte más delicada, la que más trabajo le dio era la lluvia de arroz sobre los recién casados. Fue su primera obra, de cuando empezó a asistir al curso de pintura para la tercera edad; pintaba sobre fotos porque ni era diestra con el pincel ni se fiaba de su capacidad de observación y aún menos de su inventiva como sí hacían otros compañeros más creativos que se atrevían a plasmar sus sueños. No es que hubiera había avanzado mucho técnicamente pero ya había abandonado el álbum de fotos familiares y se había lanzado a pintar bodegones: flores, fruta o bien objetos de tocador o escritorio, por su condición de naturaleza muerta o sea de quedarse quietos. El próximo paso, según la profesora era trabajar con la inspiración. Debía encontrar un tema emocional, «pintar con el alma». Por eso vio imprescindible llevarse con ella el cuadreno de pintura a su exilio. Esos días de pausa fuera del calendario se adaptó a la convivencia continua con su hija y su yerno de quien descubrió cualidades. Cocinaba muy bien, le gustaba escuchar música clásica y era buen lector. Una combinación algo extraña a compás con el trepidante ritmo de Lucía que no paraba quieta un momento. Bueno sí, ahora se pasaba horas sumergida en el ordenador con reuniones hasta de ocho personas repartidas en la pantalla, como sellos. Acabadas las largas sesiones virtuales en el comedor, con la fuerza de un vendaval, vaciaba armarios, ordenaba libros, hacía yoga, hablaba por el móvil con sus amigas; pasaba la fregona por el largo pasillo, sin demasiada gracia por cierto, pero como no estaba en su casa, Matilde se callaba porque era de la opinión que las madres deben tener «el ojo agudo pero la lengua atada». Después del desayuno, se sentaba en la galería trasera del piso que daba a un interior de manzana; escuchaba la radio a un volumen casi inaudible para no molestar; sacaba su cuaderno y dibujaba las nubes blancas recortadas contra el cielo azul o se entretenía contemplando a los vecinos confinados también mientras en sus balcones daban vueltas en maillot de deporte como hámsters rodando en jaulas. Pero la inspiración motivada no daba señales. Una soleada mañana, imposible saber si era lunes, martes o domingo, en la la galería, con la brisa se coló una voz bronca de hombre que susurraba: «Gatita, gatita». Cualquiera hubiera imaginado que un vecino reclamaba la presencia de un huidizo gato, pero ella no. Reconoció aquella voz que la llamaba desde el pasado, con aquella misma dulzura. Se asomó y en el patio de la residencia de la planta principal, le vio. Sentado en una silla de plástico con sus largas piernas cruzadas, tamborileaba sobre sus rodillas con sus infinitos dedos de las manos; la melena blanquísima, el rostro bronceado; iba impecablemente vestido: pantalón de pana gruesa, pullover de cachemira de vivo color azul a juego con sus ojos marítimos. Aunque parecía trasplantado desde el paisaje mediterráneo donde le conoció a una triste maceta en aquel patio, no había perdido ni un ápice del aire seductor que la deslumbró cincuenta años atrás. Se preguntó qué habría sido de su vida y porqué había llegado precisamente a aquella residencia. Le recordaba sociable, rodeado siempre de gente. ¿Tendría família? Seguía sentado en aquella silla musitando: «Gatita, gatita». Estuvo a punto de llamar su atención y responderle: «Estoy aquí, he vuelto como te prometí.» Saludarle con la mano desde la ventana del piso de Lucía como hizo en su despedida con los ojos empañados de lágrimas de amor, asomada a la ventanilla del tren que salía de la estación; le vió rejuvenecer, y correr por el andén, lanzarle besos y empequeñecer hasta convertirse en un puntito lejano. Cómo contarle porqué no volvió después de aquellas deliciosas vacaciones juntos, los paseos en velero, las carreras a nado en el mar, las noches de luna llena de besos y estrellas de aquel verano, el mejor de su vida. ¿Por qué desapareció? No era sencillo salvar de un salto la distancia tan grande de toda una vida. Prefirió observarle sin ser vista, espiarle y recordar como le gustaba que le acariciara la piel, sus irresistibles cosquillas, tumbados en la playa hasta que el sol se hartaba de verles; y cuánto se burlaba de ella, de sus orejitas de soplete, de su nariz respingona; y de que fingía temer la mirada fluorescente de sus ojos verdes. Decía que eran los de la mujer pantera de la película que vieron juntos en el cine del pueblo. «Gatita, gatita…» le susurraba de noche desde la calle y, ella se levantaba de la cama, se asomaba al balcón de la casa de su tía y se quedaban embobados mirándose como un Romeo y una Julieta en versión veraniega de un pueblo de la costa. El aire olía a mar… Lucía rompió el ensueño, apareció con la cesta de ropa húmeda y Matilde la ayudó a colgar las sábanas en el tendedero; pinzó en el cable las fundas de las almohadas después de agitarlas. Olían a suavizante con aroma de mar. –Es extraño, fíjate en ese viejecito tan adorable, siempre llama a una gatita pero no aparece nunca. Para mí que no existe.– sentenció Lucía. Maribel recogió a espaldas de su hija el cuaderno, la caja de pinturas y los pinceles. Había dejado a medias la acuarela de una gatita de ojos verdes. Se daría prisa en acabarla y entregarla en la residencia antes de que terminara el confinamiento.