Relato 47
Joan Crosas
Durante estos dos meses en que he estado prácticamente solo con mi perro y mi gato he sido testimonio de la evolución de cada uno y sobre todo de la de su relación. Fellini, el gato, llegó a casa hace seis meses siendo un crio de tan solo 2 meses cuando Terry llevaba 9 años con nosotros.
Los primeros días fueron terribles. Terry se lo quería comer. Estaba obsesionado con el intruso que le iba a quitar protagonismo y se pasaba el día pendiente de él. Fueron tres semanas abriendo y cerrando puertas para mantenerlos separados. De vez en cuando los acercábamos tomando todo tipo de precauciones, mientras los premiábamos sin parar. Cuando nos pareció que estaban preparados, le quitamos el bozal a Terry (estábamos en esa fase) y los dejamos a sus anchas. A partir de ese día empezó la convivencia pacífica y todo ha sido una maravilla.
Día a día, todo se fue tornando felliniano. Fellini se ha ido haciendo el amo de la casa, se mueve a sus anchas por todos lados, es capaz de pasar horas tranquilamente en un cajón o en cualquier otro rincón de la casa alejado de todos. Se ha adueñado de las tres camas de Terry: el cojín grande del estudio y las dos que saltan de la sala a las habitaciones y hasta de su bebedero. A ratos, cuando él lo desea, entra en acción y empieza a molestar a Terry. Quiere jugar, se entiende. Este lo acepta normalmente, aunque pronto se canse, pero si le incordia cuando está sobre algún cojín durmiendo, le puede lanzar un gruñido. Siempre débil, sin ser demasiado amenazante, como le diríamos nosotros a un niño que nos dejase en paz si nos está molestando durante la siesta.
Los momentos de mayor alborozo son cuando Fellini empieza a saltar sobre Terry desde cualquier sitio y después de dar una voltereta empiezan a pelearse en broma entre ellos, mordiendo Terry las patitas a Fellini mientras este patalea y le aparta la cara con las manos con las uñas replegadas.
También hay momentos de amistad e incluso de amor, cuando Terry le lame la oreja a un Fellini extasiado en el paraíso y de paz, cuando los dos duermen, cada uno en la comodidad que haya elegido, uno junto a otro. O momentos de compañerismo y cooperación cuando los dos se lanzan sobre una mosca que se ha colado por la ventana, trabajando en equipo acosándola hasta que ésta, harta de ellos, busca la salida y choca contra un cristal que acabará siendo su final entre las fauces de unos instintivos Fellini y Terry.
Fellini campa por la casa, perdiéndose a ratos, descubriendo todos los rincones de su mundo, suyo propio: la estantería de debajo de un mueble del estudio, el cajón de salida de la fotocopiadora o el armario del pasillo donde dejamos las chaquetas y que a menudo queda abierto; apertura que tienta la curiosidad de Fellini que se pierde entre los cascos, muletas y raquetas, que llenan el suelo.
Terry siempre con nosotros, con uno o el otro, pendiente de todo lo que hacemos y de los tempos que marcan sus salidas. Aunque a veces, harto del salvaje juego de Fellini, se refugie bajo mis piernas mientras el otro se nos acerca y le acaricie la cara como diciéndole: ¿ya no quieres jugar más?, Terry sabe que hay otro lugar donde él es el amo y señor: la calle.
Sin importarle que su colega se haya quedado con sus camas y juguetes ni que beba de su tarro de agua, aguarda en el sitio más cómodo que ha encontrado, el “Terry anem”, que le hace saltar contento hacia la puerta a comerse el mundo mágico lleno de olores y de otros de su especie en el que es él, el puto amo.