El orden y los sueños
Mauricio Villavecchia
A Rosa le ha llegado el afán de arreglar y ordenar las cosas al mundo de los sueños.
A ella le gusta encontrar un sitio para cada objeto de la casa. Cuando encuentra el lugar ideal para poner algo, dice que ahora este «vive» allí. De esta manera va creando familias de objetos que viven juntas. Estas pequeñas comunidades de objetos comparten a su vez rincones de las estancias o, si son numerosas, cuartos enteros.
A mí todo esto me pone un poco nervioso. Mi naturaleza externamente caótica busca que cada objeto encuentre su sitio de una manera natural, casi orgánica, de manera que el resultado es un desorden conocido donde las cosas se van colocando donde yo sé que están.
La interacción entre nuestras maneras de entender la dinámica de las cosas de la casa acaba funcionando y, en el mejor de los casos, el resultado es un punto medio razonable que se reparte de manera desigual por todo el piso. La tendencia general, como en tantos otros ámbitos, es de progresivo dominio del orden lógico sobre el desorden intuitivo.
Yo suelo despertarme a primera hora de la mañana, entre cuatro y seis, y me quedo despierto sin poder recuperar el sueño. Hace años me inquietaba y me revolvía en la cama maldiciendo la circunstancia y haciendo pronósticos pesimistas sobre el día que empezaba. Con los años me he acostumbrado e incluso aprovecho el momento para desarrollar ideas peregrinas que no encuentran su sitio durante el resto del día.
A veces Rosa también se despierta o, mejor aún, entra en un estado de duermevela muy divertido de observar; dice cosa raras e inconexas que luego no recuerda, o me explica un estrambótico sueño imposible de entender.
Esta mañana ha ocurrido algo que me ha preocupado bastante. Eran como las cuatro y media de la madrugada y yo estaba en la cama mirando el techo con los ojos como platos cuando Rosa se ha removido y murmurado algo ininteligible. Como parecía inquieta, le he preguntado si estaba bien y me ha respondido una frase enigmática: «Estoy ordenando los sueños». Después ha caído en el sueño de marmota que le caracteriza.
He pensado que, dada la situación de confinamiento en la que estamos, ya no le queda nada en el piso por ordenar y ha continuado su obsesión en campos más abstractos y etéreos. La verdad que Rosa es una soñadora extraordinaria. Casi cada día, al despertar, me pasa un informe de lo que ha soñado con todo tipo de detalles y florituras. Yo, en las contadas ocasiones que recuerdo un sueño, solo retengo unas imágenes sueltas e inconexas que generalmente son las mismas obsesiones y temores de toda la vida, y que no explico por aburridas y machaconas. Los sueños de Rosa, en cambio, son muy variados, floridos y entretenidos, y me los explica con una cantidad de detalles apabullante. A veces incluso creo que les añade elementos decorativos que no están en el original, cosa que hace asiduamente cuando explica situaciones que le han ocurrido.
Por eso, cuando me ha comunicado que estaba poniendo en orden los sueños, me he hecho algunas preguntas: ¿qué criterios ha seguido para ordenarlos?, ¿en dónde los guarda?, ¿lo hace para poder echar mano en un momento de necesidad si no tiene ninguno nuevo que contar?, ¿hace tiempo que tiene esta costumbre y yo sin enterarme?
Me imagino la mente de Rosa como un almacén completo, algo parecido a los que tienen en Ikea para que pongas en el carro lo que has escogido. Habrá toda una estancia donde van a parar los sueños ya soñados.
De cuando en cuando, Rosa entra allí y pone orden. Los cataloga y los coloca en unas estanterías especiales para las memorias imaginativas. Debe de haber una estantería con sueños bucólicos, otra con sueños burocráticos y pesados, otra para pesadillas suaves y excitantes, otra con pesadillas horrorosas, otra con sueños de una infancia imposible, otra con sueños premonitorios; los sueños recurrentes tendrán un departamento especial ordenado por la cantidad de veces que se ha repetido...
Y allí estaba yo en mi interminable espiral de elucubraciones cuando por encima de mis pensamientos oigo la voz de Rosa que, preocupada, me pregunta: «Estàs bé, Maurici?»