Berenjenas en el balcón

Xavier Mas De Xaxàs

Ayer saludé por primera vez a mi vecino. Es un hombre que me asustaba un poco. Vive en la casa de enfrente, un piso por debajo del mío. Nuestra calle es estrecha, con un solo carril de circulación. Las aceras son para caminar solo o en fila. No debe de haber más de cinco metros de distancia entre mi balcón y su terraza. Es normal en este barrio de Sarrià, en Barcelona.

A pesar de vivir tan cerca, hasta ayer no había saludado a mi vecino de enfrente. Fue a las ocho de la tarde, que es cuando nos toca salir a aplaudir. Aplaudimos al personal sanitario. Es una costumbre que se ha extendido con el virus, un consuelo pero también una lata porque soy tímido y solo aplaudo en el estadio, cuando marca mi equipo. Me siento ridículo aplaudiendo en el balcón, mirándole la cara a quien no conozco.

Aún así, en pleno homenaje, yo levanté el brazo y él respondió al saludo del mismo modo. Nos miramos mientras aplaudimos. Fue la primera vez que nos miramos a la cara. Hasta ahora lo habíamos hecho de manera esquiva. Nos espiábamos.

El vecino es un hombre fácil de espiar porque pasa la mayor parte del día en la terraza. No me refiero a estos días de confinamiento sino siempre o, mejor dicho, desde hace cinco años, cuando cerró la papelería y empezó su vida de jubilado. Lo he visto a las seis de la mañana sentado en su gran balcón, fumando una pipa, envuelto en una manta, haciendo solitarios y lo he visto también a las once de la noche haciendo exactamente lo mismo.

Su papelería era muy pequeña y también vendía periódicos y revistas. Se llamaba Bambi y estaba en nuestra misma calle. Gabriel García Márquez compraba allí sus bolígrafos, papeles y periódicos. Cuando vivió en Barcelona, Gabo tuvo un piso en la calle de arriba y bajaba a la papelería Bambi con su mono de trabajo. Yo entonces no vivía en el barrio. Me lo ha contado una vecina, una vecina con la que apenas cruzaba los habituales saludos de cortesía hasta que el confinamiento nos ha forzado a contarnos más cosas en la cola del pan. En Barcelona, como en tantas otras ciudades españolas, las colas del pan nos recuerdan a la postguerra, un tiempo de miseria y vergüenza, y pienso que la pandemia tiene algo de aquella época.

En todo caso, ahora sé que la vecina del pan se llama Rosa y que el hombre de la terraza de enfrente se llama Jordi. Jordi tiene 72 años y cuatro nietos. Su mujer cocina berenjenas rellenas y Jordi, todo orgullo y machismo, me grita desde el balcón que su mujer le cocina de maravilla, que en todos estos días de encierro no ha repetido ni un plato.

El padre de Jordi era un militar franquista. No es nada habitual ser catalán, militar y franquista. También es muy católico. Su mujer-cocinera se llama Merche y también es muy católica. Colgó un crespón negro nada más arrancar el confinamiento. Dice que está de luto por el mundo. Dice que el virus es una señal de la decadencia del mundo.

Esto lo dijo el viernes pasado y nada más propagar el mal agüero desde su terraza, la vecina del ático, una rubia platino que aún no sé como se llama, puso Queen a todo volumen. “Por Dios Cristo, que hoy es viernes santo” salió Merche gritando a los cuatro vientos. Pero Freddy Mercury se había subido entonces a lo más alto de la canción “Another one bites de dust”, que otro muerda el polvo, un tema que encontré muy apropiado. Pensé que a Jesús le hubiera ido bien mientras acarreaba la cruz camino del Golgota.

Mañana volveré a salir al balcón a ver si veo a Jordi. Esperaré a que esta vez me salude él primero.

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