En el patio de luces

Claudia Macía

El patio de luces es un buen lugar. En él pueden hacerse una infinidad de cosas; desde tender la ropa cuando el jardín está mojado, hasta contemplar el cambio de las estaciones según las hojas cubran la claraboya o las abejas revoloteen al rededor de las flores tras haber conseguido atravesar la frontera de cristal —la claraboya tiene un agujero—. En el patio de luces tengo macetas con plantas cuyo nombre desconozco, varios bricks de leche que no caben en la despensa y algún que otro producto de limpieza. Aunque, últimamente, el patio de luces me ha descubierto una nueva faceta y me ha presentado a sus habitantes. Me ha dejado ser sujeto, observador y oyente, de que Carla no puede soportar el tofu y de que el perro de Alfonso es un gran conversador —sus monólogos nocturnos a veces no nos dejan dormir—. Desde el patio de luces, en el que ruido de los coches retumbaba contra las paredes, ahora sólo se escuchan las conversaciones entre Paula y su novio, estos días confinado en Alemania, y el tintineo de las pulseras de Miriam cuando lava los platos —puedo asegurar que suenan más fuerte que el chorro de agua chocando contra la vajilla—. Descubrí que ese ruidito metálico se origina en sus pulseras cuando la vi asomar su mano a la ventana, saludando a su vecina de enfrente, Marisa. Ella, sale a tirar la basura todas las noches vestida con un albornoz rosa, unos rulos en el pelo y unas viejas zapatillas de cuadros. Debe creer que nadie la ve cuando sale así vestida, excepto el perro de Alfonso, que intenta hablar con ella, y su marido que siempre grita: “Cierra la puerta, Marisa, que hay corriente”, antes de que podamos observarla caminando con su bolsa de basura. No sé cómo se llama su marido, aun cuando conozco bien sus carcajadas frente a La que se avecina. No sé cómo se llama, pero hace ya unos días que no escucho su reclamo por una puerta cerrada, aunque Marisa no haya dejado de sacar la basura.

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