TASIO - CAPÍTULO 3

SERGIO RIVAS

Me agaché ligeramente para darle un beso en la mejilla. Estaba tumbado en la cama, extremadamente delgado, tenía los ojos abiertos y el pelo recién cortado. El maquillaje disimulaba las cicatrices que la enfermedad había ido dejando en su cuerpo. En la pared su madre había colgado una fotografía en la que se le podía ver sentado en un banco del parque, fumando. Junto a él aparecía Adolfo, su teckel de pelo marrón, moviendo el rabo. Están muy hermosos me dijo mi hijo. Sí que lo estaban. Posiblemente el de la fotografía no fuera el mismo banco en el que aquel último martes pude entender lo que iba a suceder, pero seguro que era el mismo parque en el que jugamos de niños y en el que hace apenas un mes me confesó que había vuelto a la ciudad para despedirse de todos. Sus ausencias, su cada vez más evidente deterioro físico, su maraña de recetas en el bolsillo de su chaqueta Ralph Lauren. Sus marcas en los brazos y en las piernas, incluso en el cuello. La ingravidez de sus venas. El tono amarillo de su piel, su vista cada vez más cansada, la inevitable lipodistrofia condena de muchos años de agresiva medicación. Tasio murió hace tres semanas y hay días en los que pienso que nunca volvió de su primera muerte, de su primer diagnóstico, de su primera huida. Pienso que nunca estuvo en nuestras reuniones de los martes, que fue nuestra imaginación la que le sentaba en una silla, la que le hacía beber cerveza y reír con timidez, la que le hizo vivir aún a pesar de todo, la que nos hizo volver aun a pesar de nosotros mismos. Aunque también hay días en los que creo verle a lo lejos, sentado sobre la hierba, esquivando las miradas y los días anodinos, jugando a tirarle un palo a Adolfo mientras apura un cigarrillo. Muriendo dos veces para no morirse nunca.